jueves, 3 de octubre de 2013

La causa incausada

   Al  pie de las Montañas del Azor se encuentra el apacible pueblo de Rocaburgo, donde el aire es puro y la vida transcurre sin sobresaltos. El pueblo debe su nombre a la imponente roca que coronaba el Pico Rocaburgo desde tiempos inmemoriables, hasta que en una de esas mañanas primaverales en las que las abejas zumban de flor en flor bajo un soleado cielo azul, la roca dejó la cima del Pico Rocaburgo para pasar a coronar la cabeza del caballo de Pascual.
   Era casi la hora de comer pero aquel hecho excepcional bien valía romper la rutina, así que todo el mundo acudió al lugar para ver qué había pasado. Y allí en el verde prado estaba la gran roca bajo la cual sobresalían las patas traseras del animal. Pascual mascullaba y arremetía furiosas patadas a la piedra, así que algunos le aconsejaron que obrase juiciosamente. Y es que las gentes de Rocaburgo son conocidas por su buen juicio y criterio, aunque el objeto de su verdadera fama sean sus empanadas de nuez. Es por eso que a la tarde del mismo día se convocó una asamblea general en la plaza.





   El señor burgomaestre abrió la sesión con su habitual "damas y caballeros" y toda la ceremonia propia de un asunto importante. Y en realidad lo era, pues ante los rostros de preocupación de los vecinos se barajaba quién de entre todos ellos había empujado la gran roca, privando así al pueblo de su glorioso monumento, y al señor Pascual de su caballo (como él mismo hizo añadir al acta).

   El señor alguacil aseguró que ningún extraño había entrado en el pueblo. El de alguacil era un cargo honorífico, la única fuerza del orden público nunca había tenido ocasión de entrar en acción para mantener el orden, ya que como todo el mundo sabe, las gentes de Rocaburgo son conocidas por su buen juicio y criterio.
   Luego habló el señor maestro e hizo notar que ningún niño había faltado esa mañana a la escuela.
   La señora lavandera señaló a las mujeres que habían estado lavando en la orilla del río.
   El señor leñador dio parte de todos sus hombres.
   Y así, todos los habitantes del pueblo dieron constancia los unos de los otros de manera que todo el mundo quedó libre de sospecha.
   Finalmente, el comité de investigación llegó jadeando de su labor de prospección. Eran el señor cazador y el señor alpinista.
   —Nadie ha estado escalando el pico —dijo el alpinista.
   —No hay rastro de huellas —dijo el cazador.

   ¿Quién había pues empujado la roca que desde tiempos inmemoriables había permanecido impasible en la cima del Pico de Rocaburgo? ¿Sería posible que hubiese rodado sin que nadie lo causase? La gente estaba confundida y no sabía que pensar, todos miraban de reojo al anciano, que era reconocido hombre de sabiduría. Hasta que finalmente éste dijo muy pausadamente con un hilo de voz.
   —La roca, ha saltado, por su propia, voluntad.
   Todos aplaudieron unánimemente ante el veredicto. Y tras el aplauso ya nadie tenía dudas de que la roca había saltado por su propia voluntad.

...

   Pascual estaba desolado y la empanada que estaba masticando le sabía amarga.
   —Pues vaya casualidad caer encima de mi pobre caballo —dijo con la boca llena de nuez.
   —No, querido amigo —repuso el señor maestro, que no podía evitar refutar a todo el mundo—, piense usted en la cantidad de caballos que hay en la galaxia. Al menos chorrocientos millones. Y al menos otros tantos chorrocientos millones de rocas. Las probabilidades de que ese caballo en concreto estuviera en las coordenadas exactas, justo en el momento preciso en que la roca trazó una complicada trayectoria matemática desde la cima del pico son de... una entre 10 elevado a tropecientos. ¡Demasiada casualidad! —añadió con aire triunfal.
   Algunos vecinos se rascaron sus cabezas con gesto de no comprender.
   —Quiero decir, cuando las probabilidades son de una entre 10 elevado a tropecientos se considera que las probabilidades son igual a cero.
   Más rascamientos y miradas perdidas de los presentes.
   —La roca, saltó, sobre el caballo, de Pascual, por algún, motivo, concreto. No fue casualidad —se vio obligado a aclarar el anciano. Y todos volvieron a aplaudir la nueva conclusión.
¿Pero... por qué motivo había pues saltado por su propia voluntad la roca que desde tiempos inmemoriables había permanecido impasible en la cima del Pico de Rocaburgo?


...

   —Maldita roca, ¿por qué tuviste que saltar sobre mi caballo?
   —No digas eso, la gran roca es el símbolo de Rocaburgo —dijo el señor escultor.
   —Pues yo digo que malditas rocas, atascan el arado cada dos por tres —dijo el señor labrador.
   —Tonterías, la roca es buena, con ella hacemos nuestras viviendas —dijo el señor cantero.
   Y en estas estaban cuando el anciano se levantó y exclamó Eureka.
   —Ya sé, porque la roca se nos ha revelado.
   La expectación era máxima y el anciano prosiguió.
   —Usted, señor escultor, se dedica, a romper,  rocas.
   —Sí, pero para darle bellas formas —protestó el escultor.
   —¿Le gustaría, a usted, que yo, le diera, bella forma, con un, cincel?
   —Claro que no, pero....
—Y usted —prosiguió el anciano señalando al señor labrador—, que remueve, las rocas, de la tierra, al mismo, tiempo, que las maldice.
   —¡Y malditas sean todas ellas, porque atascan el arado! —refunfuñó el labrador.
   —Y usted, señor cantero. Usted, y su dinamita...
   El señor cantero se sintió avergonzado de haber dinamitado otras rocas. Y el señor minero allí presente, que aun no había abierto la boca, se escondió un poquito entre la gente.
   —Así pues —finalizó el anciano—, hemos profanado, la roca, hemos lacerado, la roca, hemos maldecido, la roca. Y la roca, ha respondido.
   Otro magnífico aplauso general siguió a las palabras del anciano, convirtiéndolas una vez más en realidad. Pero Pascual seguía sin estar conforme y por último dijo:
   —¿Y que culpa tiene mi caballo de todo esto? ¿Por qué la dichosa roca no saltó sobre la cabeza del señor cantero o del señor minero? Ese si que hace atrocidades con las rocas.
   Y el señor minero, que había conseguido esconderse detrás de un puesto de empanadas,  se puso rojo como un tomate. Pero la reflexión de Pascual también tenía sentido y consiguió arrancar algún aplauso del público.



   La tarde concluyó y llegó la noche. El señor burgomaestre despidió a todas las damas y a todos los caballeros, y la gente se fue a sus casas sin tener la cosa del todo clara. ¿Había saltado la roca como represalia a los actos de los hombres? ¿O en cambio había saltado la roca para salvar a los hombres de los malvados caballos?
   Sea como fuere, quedó decretada la expulsión de todos los caballos y la prohibición de molestar a las rocas.
   El labrador tuvo que tirar con sus propias manos del arado y esquivar allá donde se topara con una piedra, al mismo tiempo que pedía disculpas. El cantero y el minero trabajaron a partir de entonces con el leñador, pues hubo mucha demanda de madera ya que todo debía ser fabricado en madera, las herramientas y utensilios, las viviendas y edificios públicos,  la rueda del molino, los adoquines de las calles, las fuentes... todo de madera.

   Y así es como el progreso llegó al apacible pueblo de Rocaburgo gracias al buen juicio y criterio de sus gentes. Y la vida siguió transcurriendo sin sobresaltos entre mañanas primaverales de soleado cielo azul, hasta que un buen día, el Gran Árbol de la plaza mayor se desplomó sobre la vaca de Tomás.
   Pero eso ya es otra historia.



5 comentarios:

  1. Te recomiendo que lo veas
    http://www.youtube.com/watch?v=Mn_SqEbfOnI

    ResponderEliminar
  2. Excelente como siempre, pero no entiendo mucho qué tiene que ver el título con la historia.

    ResponderEliminar
  3. Te falto la parte donde le preguntan a la roca sus razones, esta calla y se concluye que esta indignada. Buena historia.

    ResponderEliminar

Deja aquí tu comentario