jueves, 26 de julio de 2012

Palabras mágicas


   El verdugo amontonó las últimas hojas secas de maíz en la pila sobre la que el condenado esperaba su sentencia. Desde su montura y protegido por la guardia de lanceros, el Sumo Sacerdote contemplaba la ejecución.

   Entonces el sacerdote menor habló así:
   Campesino, por tu blasfemia y rebeldía te has condenado a ser purificado en la llama redentora. Tu carne y tus pecados serán consumidos en mitad de un suplicio atroz. Esta es la pena ejemplar para todos aquellos que osen blasfemar contra la voluntad de Ohrlron. Arrepiéntete, arrodíllate y jura obediencia. Deja tu blasfemia en este mundo para que así te demos una muerte instantánea con el filo de la espada.
   El condenado, castigado severamente con látigo, apenas era un amasijo de carne sangrante, pero aun así contestó con firmeza.
   —¡Nunca!

   La plebe contemplaba los acontecimientos en silencio, muy contrario a la algarabía y regocijo general acostumbrados en un  linchamiento público ordinario.

   El condenado consiguió reunir fuerzas para pronunciar un último discurso. Palabras mágicas que encenderían las llamas. Las llamas de la hoguera sin duda, pero quizá también las del corazón de un gigante llamado: el pueblo.
    —Me lo habéis quitado todo. Primero el maíz, después mis  hijos fueron forzados a servir en vuestra guerra. El año pasado fue una cosecha mala, entonces os llevasteis el ganado. Cuando me negué, mi... esposa fue... violada y muerta por esa escoria su dedo señaló hacia la soldadesca—. Ahora queréis quitarme la vida...  maldigo el día que llegasteis ¡Os maldigo a vosotros y a vuestros dioses!

   Desde la muchedumbre se dejaron escuchar algunas exclamaciones de asentimiento y juramentos ahogados. Los caballos de la guardia sintieron de algún modo la tensión en el ambiente y se movieron nerviosos, se oyeron relinchos y tintineos de metal entrechocando.



   El condenado exclamó.
   —¡Quemadme vivo! Prefiero morir de pie y con la cabeza bien alta antes que vivir un solo día más bajo  vuestra bandera. Acabad de una vez y echad mis restos a los perros si queréis, no me importa. Y tras estas últimas palabras escupió a la cara del sacerdote menor. Este dio la vuelta y se acercó hasta su amo. Las gentes sentían como suyas esas palabras y tenían un brillo amenazador en la mirada.
   —Señor, parece que el bárbaro se ha ganado el favor de la gente. Nada le conviene menos a su Señoría que una turba enfurecida. Por su seguridad le aconsejo que se retire a la fortaleza y haga traer a la guardia de palacio.


   Entonces el Sumo Sacerdote miró hacia el horizonte durante unos instantes. Después espoleó su caballo y avanzó lentamente traspasando la guardia de lanceros, continuó en solitario hasta situarse frente a la plebe. Una vez allí clavó en ellos sus fríos ojos y estuvo así un buen rato. De repente, y sin apartar la mirada de la gente, hizo un gesto con la mano al verdugo, que obediente prendió fuego a la pira. La cólera se apoderó de la muchedumbre al mismo tiempo que la hoguera hacía agonizar a la víctima entre grandes lamentos. Hoces, guadañas, tridentes y demás aperos de labranza se alzaron en mitad de gritos y empujones. En ese momento el viento cambió de dirección. Una brisa fría sopló desde el norte y una nube tapó el sol.

   El Sumo sacerdote se irguió sobre su caballo en toda su estatura y alzando su mano enjoyada anunció con voz atronadora, para que todo el mundo pudiera escuchar:
   <<¿Quiénes somos todos nosotros sino insignificantes gusanos frente a Ohrlon? ¿Qué es la vida sino un suspiro? Gentes del pueblo del Maíz, hoy todos nosotros hemos hecho la voluntad de Ohrlron. Este hombre rabioso fue detenido por violar la voluntad de Ohrlron, así está escrito en el libro de la Vida. Este hombre rabioso fue poseído por demonios que le hicieron perder la cabeza y administrar mal su hacienda, cayendo en la ruina, el odio y la rabia. Abrazad a Ohrlron y no a los demonios que harán que administréis mal vuestra hacienda y caigáis en la ruina, el odio y la rabia. Abrazad a Ohrlon y Él os sabrá recompensar a su debido momento, pues Ohron es sabio y es justo>>.


   La muchedumbre escuchó en silencio, pero aun con las armas en alto, por lo que el Sumo Sacerdote finalizó así:

   <<Ohrlron premia a quienes siguen su voluntad y castiga a los demonios, sus enemigos y a quienes ayudan a sus enemigos. Pero no un castigo rápido en este mundo, sino un castigo eterno en el más allá. Este pobre infeliz eligió la muerte y la desdicha antes que la vida y la dicha bajo la gracia de Ohrlron. La muerte en la hoguera solo es el puente que conduce al reino de las Tinieblas. Allí no brilla el sol, no hay agua, ni mujeres, ni momento alguno de alegría. Este hombre rabioso ha muerto aquí con la cabeza alta, pero vivirá para siempre en el más allá bajo el peso de una gran roca. El pueblo del Maiz no teme perder la vida y eso agrada a Ohrlron. Pero imaginad... comparad el tiempo de la vida de un hombre frente a la inmensidad de lo eterno, un sufrimiento indescriptible, día tras día sin fin. Todo el que blasfeme contra Ohrlron, su alma será arrojada al foso de los demonios, donde jamás encontrará liberación>>


   El carisma de Sumo Sacerdote hacía que su voz cobrase formas casi sólidas aun en la mente del menos imaginativo... entonces todos los campesinos, incluso los soldados y hasta el mismo verdugo, uno a uno, arrojaron temblando sus armas al suelo y se arrodillaron hasta el último de ellos. Desde la hoguera, el condenado dio un terrible estertor.
Y ya no gritó ni se movió más.


FIN

miércoles, 4 de enero de 2012

La crisis de Fe

Testimonio real de un ateo común y su conversión en la fe en tiempos de necesidad.


   Dicen los optimistas que en seis años volveremos a comer en platos de oro, pero aquel día la empresa en la que trabajaba tuvo que bajar la persiana definitivamente. Durante otros dos años recibí prestación por desempleo, tiempo en el que nadie me contrató. Con 53 años, toda mi vida se había reducido a ensamblar cuatro piezas en un taller y despilfarrar el dinero en alcohol, tabaco y prostitutas.

   Sin familia y desahuciado por no pagar la hipoteca, traté de recurrir a mis amigos. Comprendí que no existen los verdaderos amigos, pero preferí pensar que eran tiempos demasiado difíciles para todos. Por primera vez en la vida, como una revelación, me di cuenta de la absoluta soledad en la que siempre me había encontrado.

   No sabría decir cuanto tiempo estuve mendigando y durmiendo en mi auto, la única posesión verdadera de un hombre y la última que me quedaba. Aunque en una de sus ventanillas había pegado un letrero de SE VENDE nadie nunca se interesó, quizá por los tiempos de crisis o más bien porque su propietario, un mendigo, vivía dentro.


   Por aquel entonces un comedor católico ofrecía comida a personas como yo. Así es como un sitio me llevó a otro y acabé en una iglesia, que a todas luces era mejor que estar tirado en un portal pasando frío.
Muchas personas buscan a Dios cuando se ven desesperadas, pero yo buscaba oportunidades entre aquellas almas que se decían piadosas pero me miraban con completa repugnancia.
   Realicé durante muchas semanas todos los rituales como el mayor de los beatos, tanto por aparentar como por ver si a fuerza de intentarlo podía encontrar algo de la paz prometida. Todo aquel sitio, aquellas personas y aquel sacerdote tan solo tenían deseos de salvar mi alma tras la muerte, pero no de realizar ningún milagro para mi vida. Todo aquello apestaba y presagiaba a muerte.  Entonces, lleno de frustración, robé dineros del cepillo y escapé hacia alguna tienda para comprar vino y olvidar.



   Sentado en aquel banco con mi brick de vino en la mano, un misterioso hombre se sentó junto a mi. Era hermoso, cualidad que nunca había reconocido en otro hombre. Tenía cabello largo, barba bien recortada y sus ojos azules inspiraban bondad. De alguna manera adivinó de donde había sacado yo el dinero y con voz serena me preguntó si no sentía vergüenza por robar a la única institución que me había ayudado.
Lloré por primera vez en mucho tiempo. Arrepentido, le dije:
   — No quiero robar, ni mendigar, Yo quiero salir adelante, hacer algo por mi mismo.
Entonces él respondió algo que me dejó pensando.
   — En verdad te digo, ¿alguna vez has hecho tu algo por los demás?



   El hombre resplandeciente me ofreció  una habitación de un motel muy humilde, pero en la cual me pude asear decentemente y dormir aquella noche. Al día siguiente regresó con ropa nueva para mi.
   — ¿Es usted cristiano?— le pregunté.
   — Digamos que soy altruista.
   — Si va por ahí regalando todo, se quedará sin nada.
   — Soy altruista pero no idiota— respondió él.
    Entonces me quedé mirándolo y volví a insistir.
   —¿Quién eres?
   — Nuestros nombres tan solo son palabras. La verdad de nosotros mismos se encuentra en nuestro interior— Y como percibió la confusión en mi rostro, me confió lo siguiente.
   — No más palabras. Ten este cofre y llévalo a esta dirección. Entonces comprenderás.

   Aquel miércoles bajé con mi auto hasta  Gironda de Somonte. El GPS me llevó hasta el polígono industrial, nave 24, donde debía hacer el porte. Apenas hube pisado el suelo, la policía salió de la nada con fusiles de asalto y pensé que los perros me querían comer vivo, pero se tiraron directamente al material que llevaba en la maleta. Me tumbaron a golpes en el suelo, me esposaron y me llevaron a donde otros tipos con pinta de narcos se encontraban en mi misma situación.

[...]

   A día de hoy vivo en la cárcel de Alcantaracillo. Techo, comida caliente, gimnasio, biblioteca y un subsidio cuando salga dentro de seis años y un día. Para ese entonces, dicen los optimistas que volveremos a comer en platos de oro.

  Mientras tanto, las autoridades siguen buscando a Jesucristo.